En la rutina diaria de pasear al perro convergían su amor por los animales y la limitación de vivir en un departamento. Cada mañana, a la misma hora, recorría el mismo camino, se topaba con la misma gente, sin siquiera verse, hasta que en cierta ocasión una figura menuda empezó a hacerse notar. Se trataba de un adolescente que iba para el colegio con su mochila a cuestas. Luego de algunos cruces reiterados, el chico se animó a levantar la vista, a mirar al dueño que llevaba al perro esbozándose una sonrisa y proferirle un “Hola”. Por primera vez, el dueño del perro le prestó atención.
La mirada fresca del muchacho lo retrotrajo cuatro décadas. En el fondo de los ojos del muchacho vio reflejada la figura de otro adolescente que también, cada mañana caminaba solo hacia su colegio. El vacío otoñal de calles poco transitadas se cortaba con la presencia de un cincuentón que, a la misma hora, barría su vereda. El hombre empezó a inspirarle confianza; su aspecto reflejaba cuidado y cierta formalidad. Un día, el muchacho se animó a romper el silencio y lo saludó, también tímidamente, con un “Buenos días”.
De a poco, ese adolescente se encontró esperando encontrarse con el hombre en la vereda. Cada vez que pasaba por su cuadra y el hombre estaba allí, con su ceremonia matinal de despejar de hojas y papeles las baldosas, se veían desde la distancia, se sonreían y, al cruzarse, intercambiaban un saludo respetuoso pero cálido. El muchacho era solitario, disperso, lo que se reflejaba en su rendimiento escolar y provocaba discusiones y reprimendas en el hogar. De a poco, su dispersión se llenó con los pensamientos del hombre de la vereda, a quien, por ser desconocido, le inventó un nombre y por su apariencia le imaginó una profesión. La casa que habitaba no parecía evidenciar otros habitantes: tendría que vivir solo. En sus ratos de ocio –muchos, no por falta de tareas sino por desinterés en ocuparse de ellas– el muchacho empezó a dibujarlo. Tenía cierta destreza en el dibujo y la hora de arte era lo único que le interesaba en la escuela. Al principio se concentró en el rostro del hombre, poniendo especial esmero en los labios y puliendo el trazo hasta quedar satisfecho con el resultado. Luego, prosiguió con el cuerpo e intentó recrearlo en diversas situaciones: barriendo, sentado, leyendo, fumando… A medida que se reiteraban las fugaces pasadas, lo observaba con disimulada atención, a fin de perfeccionar los dibujos, que se iban acumulando en una carpeta que guardaba como tesoro.
Continuó imaginando aspectos de la vida cotidiana del desconocido a quien saludaba cada mañana. Y lo pensó duchándose. No resistió el impulso de dibujar su cuerpo desnudo. A medida que el diseño progresaba, forzaba el lápiz mientras más se tensaba su propio cuerpo. La imagen tomaba forma en medio de una tarea febril. Los detalles de la entrepierna se llevaban la mayor atención. De a ratos, dejaba el lápiz para manipular su pito. Con trece años, sin otras opciones a su disposición, los dibujos lo acompañaban al masturbarse en ratos de soledad de su hogar. Lo imaginaba, y también imaginaba a ambos, juntos, en un encuentro prohibido y clandestino en que se besaban, se desvestían, se acariciaban, gemían, se retorcían: un cuerpo poblado de vello encanecido abrigando a otro, delgado, dócil, casi lampiño. Soñaba con el aroma de los huevos y el sabor de la verga del desconocido, mientras su corazón aceleraba los latidos e incontables cosquilleos invadían su cuerpo inexperto y lo hacían eyacular a borbotones. Imaginaba al hombre recostándolo sobre su cama, tomándole las nalgas con firmeza, humedeciendo su ano, penetrándolo y abriéndole las puertas a un placer intuido pero aún ignorado por él.
Insatisfecho con su juego solitario, quiso demostrarse valentía y animarse a probar por primera vez la pasión que un hombre pudiera darle. Planeó encararlo y confesarle su febril deseo, decirle que, más que cualquier otra cosa en el mundo, quería acostarse con él y dejarle hacer a su antojo y experiencia. Se preparó con una mezcla de ansiedad y temor, casi terror. Pero, aunque fuera lo último que hiciera en su vida, aunque su propio padre se enterara y lo matara a golpes –y sabía que era un tipo capaz de hacerlo–, el goce valía la pena. Esa noche no pudo dormir.
Esa mañana salió con sus útiles, como de costumbre, para no despertar sospechas que anularan su estrategia. Las quince cuadras que tenía por delante se les hicieron leguas. Dobló la esquina casi sin poder respirar, concentrado en las palabras adecuadas que usaría para enfrentar al hombre que, para ese tiempo, se había convertido en su amor y motivo.
Para su decepción, no lo vio en la vereda. Retrasó el paso, mirando por todo el frente de la casa, inspeccionado con avidez cada sector del jardín. Tal vez estuviera ocupándose de algo adentro. Decidió dar la vuelta a la manzana y pasar nuevamente. Su segundo intento también fue en vano; no había señales del hombre que iba a ser, según sus deseos, su amante.
En las casas vecinas comenzó a haber movimiento. Era un riesgo inútil intentar una tercera vuelta, despertando sospechas en el barrio; así que debió postergar su aventura de sexo para el día siguiente. La jornada se le hizo interminable. Estuvo más disperso que de costumbre. En su casa, se conformó un rato mirando los dibujos de la carpeta, pero evitó masturbarse. Suponía que conteniendo la excitación, en el encuentro siguiente el placer sería más intenso. Pero en la mañana, el hombre tampoco salió a barrer la vereda. Tampoco en los días ni en las semanas ni en los meses que le transcurrieron. Se acumularon hojas y ramas, el jardín fue creciendo sin orden, poblándose de malezas…
El otoño se hizo invierno y se llevó también los dibujos y sus fantasías. La primavera lo entretuvo con otras distracciones. Nunca supo qué fue del desconocido, su nombre real ni a qué se dedicaba. Tampoco, si alguna vez hubiera pensado en él. Nunca se animó a preguntar a quienes pudieran tener algún dato. ¿Cómo justificar su preocupación por alguien de quien nada sabía? Y debieron pasar todavía algunos años más hasta sentir la verga de su primer amor descargándole semen y placer.
Así habían transcurrido cuarenta años, con idas y venidas, amores y desamores, algunas compañías y muchas soledades; tanto que se había olvidado de aquel adolescente que dibujaba a un desconocido desnudo y soñaba ser penetrado por él. De forma inesperada, una mañana de otoño, el muchacho desconocido se animó a acariciar a su perro mientras lo saludaba: “Buenos días”. Vaya uno a saber qué evocó en los lejanos recuerdos de su interior que se ruborizó. Se apuró a llevar el perro a su departamento para no llegar tarde a su trabajo.
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