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Me hizo saltar la leche sin siquiera tocarme. Yo, que había decidido no entrar, me alegré de haberme arrepentido a tiempo.
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Era uno de esos jueves insoportablemente calurosos en Buenos Aires. Faltaban un par de días para despedir a enero, y la ciudad transpiraba como un torso desnudo recostado en un sauna.
Mi viejo deseo de satisfacerme con cuerpos extraños resurgía con cada visita a la city porteña y, a pesar de mis constantes reproches sobre mi propia conducta, me convencí de hacerlo. Agarré la SUBE, bajé atropelladamente los escalones del hostel y agarré el primer bondi que me llevara cerca del Obelisco. En todo el trayecto intenté disimular una erección: mi pija firme y dura se adivinaba con facilidad bajo los shorts que me había puesto estratégicamente para el lugar al que me dirigía. Políticas y dress-code de “fácil acceso” para lugares de socialización abyecta.
Caminé bajo el sol hasta Lavalle y Esmeralda. Apretaba el paso y lo aquietaba constantemente pensando, todo el tiempo, en la incómoda situación del ingreso al local. Cuando me encontraba a metros, disimulé una llamada por teléfono; esto me permitió cubrir parte de mi cara a los transeúntes de la vereda del frente, y así pude entrar rápidamente y sin ser reconocido (el encuentro con alguien “del pueblo” es un temor muy común entre los del interior).
Ya estaba adentro. Me acerqué a la ventanilla, donde un tipo me dio un papelito a cambio de cien pesos. Me apresuré un poco más, no veía la hora de encontrarme con todos ellos. Bajé las escaleras con apuro, una vez más, y me topé con otro tipo que me pidió el papelito. Una vez completada la transacción, bajé por otra escalera hasta el subsuelo donde se encontraba la acción del flamante cine ABC. Un pasillo que nacía en un bar y se trifurcaba en tres amplias salas me daba la bienvenida. Ya estaba adentro, ahora sólo había que caminar.
Me metí en la primera sala que encontré a mi mano izquierda. La historia es la misma de siempre, el habitué de este tipo de lugar la sabrá reconocer: estuve de pie más de cinco minutos y “a las tientas” hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudieron registrar formas y distancias con la única luz que se reflejaba de la proyección en la pared. La película, que se veía opaca y de pobre calidad, exhibía a una joven morocha, quien de rodillas recibía los jugos seminales de una monstruosa pija, sobre sus tetas aceitadas.
Concentrado en la situación que se mostraba en la pantalla, empecé a amasarme el bulto mientras continuaba parado, en la entrada de esa sala. De repente, el panorama empezó a ampliarse y adquirió dinamismo: ahora mis ojos me mostraban detalles de cabezas, espaldas y butacas que no habían podido percibir al principio. Pude ver con mayor claridad aquellos cuerpos aislados, aquellas parejas cuyo único punto de contacto visible era a través de los hombros, la lumbre que resplandecía por segundos y su efecto, la estela de humo de cigarrillo que quedaba flotando en la atmósfera y desaparecía al instante. ¡Qué bello paisaje!
Observé un poco más y lo vi, a pocos metros: el morocho estaba sentado en uno de los bancos de cemento, justo al lado de la entrada, con los calzoncillos en los tobillos y las piernas abiertas. Tenía la remera subida por encima del pecho, lo que dejaba ver su hermoso abdomen lampiño coronado por sus pectorales y dos pezones oscuros que se veían erectos. Me quede mirándolo, pero no dio señales de interesarse por mi o de percibir mi presencia, si quiera. Lo pensé dos veces y decidí sentarme a su lado: el olor que despedía su miembro me hacía dar cuenta de que había estado frotándose por un buen rato. Ese aroma se complementaba a la perfección con la imagen de su verga, dura y curva hacia arriba, y escoltada por dos testículos grandes y lampiños también. Empecé a segregar saliva, y él pareció notar la fijación que yo demostraba, por lo que se reacomodó en el banco y cubrió con una mano sus ornamentos.
Me sentí terriblemente avergonzado y pensé en irme a otra sala, resignado a ser manoseado por algún sexagenario depravado con olor a puchos y colonia inglesa. Sin embargo, algo me detuvo, y permanecí a su lado fingiendo interés por la película que se proyectaba en la pared. En esta oportunidad, dos rubias jugueteaban alegremente con dildos transparentes sobre sus conchas mojadas.
De tanto en tanto, veía palpitar la poronga del morochazo sentado a mi lado, la cual producía cantidades admirables de líquido preseminal, que se escurrían gota a gota hasta sus huevos. La imagen de sus manos grandes y fuertes masajeando sus genitales exacerbaba mis ganas de comérmelo entero, impulso que reprimía constantemente por temor a su rechazo, pero que evidenciaba cada vez que “accidentalmente” rozaba mi rodilla contra la suya.
Lo veía respirar pesadamente elevando su tórax y metiendo su abdomen, sus brazos se contraían y relajaban mientras suspiraba y gemía, sus ojos estaban cerrados y su lenguaje corporal gritaba que el climax estaba próximo. No aguanté más, escupí mi mano y posé la palma húmeda sobre su tronco.
Se detuvo con brusquedad. Me quedé helado mirando fijamente a esos ojos negros que, en la penumbra, parecían dos cuencos oscuros y que me devolvían una mirada cargada de sorpresa y desprecio. No supe qué decir. Instintivamente, continué la hazaña, deslizando mi mano ensalivada alrededor de su miembro: mis dedos iban de arriba-abajo y viceversa. Mis movimientos eran torpes, mi garganta estaba seca y mi boca jadeaba mientras mis ojos estaban a la espera de su reacción. Sorprendentemente, no hizo nada.
Continué jalando su pija con firmeza, pero ahora con mayor suavidad: el hecho de que no me haya rechazado de entrada me dio confianza para continuar el juego con tranquilidad y regocijo. No podía quitar los ojos de su pija, ni del maravilloso espectáculo de su glande húmedo yendo y viniendo entre mis dedos. Eventualmente, miraba su cara que, a pesar de encontrarse perdida en la pantalla, manifestaba muecas de goce y satisfacción que repercutían en el resto de su cuerpo.
Sin dar más vueltas, acerqué mi cabeza lentamente a su pija. Quería olerla, saborearla, sentirla en mi boca. ¡Qué dura estaba!
Sin embargo, el morocho refutó la iniciativa implícita de chuparle la poronga y apartó mi cabeza con una mano. Frustrado y desanimado, continué con la paja frenética que le estaba haciendo. No obstante, pareció percibir mi desencanto, por lo que me “mimó” agarrando una de mis nalgas y acariciando mi ano con dos dedos. Pasé de ser una prótesis funcional a la masturbación peneana, a sentirme un cuerpo vivo y caliente en un juego morboso, dispuesto a elevar al máximo la temperatura de mi compañero. Con cada contracción anal, mi cuerpo emitía calor al suyo a través de los largos dedos que entraban y salían de mi agujero con absoluta facilidad.
Tan inmerso estaba en mi doble tarea que nunca advertí que el chabón estaba llegando al orgasmo. Coloreó con guasca mi cuello, mentón, su pecho y mi mano. Lo escuché mascullar un insulto dirigido a nadie en particular. Posteriormente, suspiró sin ganas y se limpió el pecho con un papel. Muy concentrado en lo que hacía y sosteniendo su indiferencia hacia mí, se subió el calzoncillo y el pantalón, se puso una gorra y desapareció del cine. Estupefacto, me levanté del banco, me acomodé la ropa y suspiré. Me quedé pensando en la situación, con la mirada fija en la pantalla, por unos quince minutos. Estaba profundamente desorientado e insatisfecho.
Caminé hasta la entrada de la sala; estaba dispuesto a irme del cine y olvidar todo lo sucedido. De repente, vi a dos chabones atravesar el pasillo central para meterse en la sala que estaba al lado. Inmediatamente, un tercero salió de donde yo estaba para meterse en la otra sala, detrás de ellos. La curiosidad pudo más que el reciente desaliento. Me apresuré a entrar en la sala para encontrarme con los nuevos extraños.
Continuará.
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