Cuando Charly Peyton (Jeff Stryker) se quedó en Capri, mientras filmaba aquel bodrio con formato de thriller, mi grupo se desmembró y no pude evitarlo.
Yo estaba loco por él, pero al terminar el rodaje siguió su camino y solo volví a verlo en Buenos Aires por el “96, cuando contratado por Bunker hizo un show stripper decadente, y ya no éramos los mismos.
Le envié flores al camarín y me trató con la indiferencia con la que no se trata ni a un enemigo.
Pero en Capri, al acercarme casualmente durante una conversación cualquiera reaccionaba parándosele la poronga, me acariciaba suavemente el orto y a mí se me ponían los pelos de punta.
Entonces comernos las jetas, mamarnos huevos y vergas, garchar como potros donde estuviésemos, nos llevaba apenas diez minutos en los que éramos dioses furiosos incendiando el universo y cogiendo siete veces al día.
Durante aquellos meses de fuego, Maximilian se mudó a Paris casi sin despedirse, Stefano consiguió un contrato en Montecarlo, Sigfrido puso una clínica psiquiátrica en Viena y Fabrizio renunció para casarse con una madura empresaria griega.
Tomé dos loquitas eficientes en tareas domésticas que gustaban de andar en culo y cuando Charly no estaba me las cogía.
Fui tapa de Men magazine con foto en pelotas sobre pieles de leopardo bajo el título:
“Giovanni Di Laurentis, an Italian Count pornostar with African heart”
Contaban mi historia, pero además de halagar mi chota se hacía hincapié en las supuestas delicias de mi redondo culo, diciendo que estaba soltero y buscando mi futura condesa. Boludeces y ambigüedades que siempre han vendido.
Y vendió millones, pero esos millones los compró mi familia como compró también los originales de todas las películas que protagonicé, y pagó altas indemnizaciones a las productoras por el corte de las escenas en otras, donde filmé como segunda o tercera figura.
La noticia de la enfermedad de Maximilian llegó más tarde.
Estaba internado con tuberculosis.
De su HIV ni él sabía.
Me quedé todas las noches y le dije intentando estimular su deseo de vivir que Europa sin él para mí no tendría sentido, entonces me desmoronó su directa respuesta:
Para él la vida sin mí hacía rato que no lo tenía.
Otra vez me vi morir, pero ya no había Dios a quien echarle culpas.
Entregué en Roma el dulce cuerpo de mi querido Maximilian.
La familia, desde ya, se me tiró encima.
Mes y medio después del sepelio al que me prohibieron asistir, llegó la orden de desalojo del Castillo de Capri.
Vino de manos de un gris abogado cuarentón con poderes plenos para cerrar cualquier negociación conmigo.
Las loquitas mucamas de culo al aire captaron que de entrada me miró el bulto con hambre.
Esa misma tarde me lo cogí como nadie en la vida se lo había cogido, y mucho menos alguien de mi fama y características.
![capri]()
Yo renunciaría al Castello di Capri, pero administraría en nombre de mis hijos un amplio piso en Marbella y se construirían por cuenta del holding las instalaciones de un haras con vivienda, casas de empleados, caseros, y todo lo necesario para su explotación en el campo heredado de mi padre en Argentina.
Negocié que si bien no usaría el título de Conde conservaría el apellido Di Laurentis.
No volvería a utilizar para ingresar a Italia el pasaporte que me otorgara la Santa Sede.
Con sus influencias tramitarían un pasaporte Mozambiqueño y otro de la República Argentina, mi lugar de nacimiento.
No reclamaría acciones, prebendas y usufructos de las empresas del grupo.
A cambio, por tratarse de niños africanos elegidos para una política de “ayuda a los necesitados”, mis hijos recibirían una jugosa renta mensual hasta llegar a los 21 años.
Por una suma millonaria y pasajes aéreos de por vida, no volvería a dar notas o hablar en los medios sobre mi relación con la familia, y no retrucaría, ni reclamaría judicialmente el que la familia declarara desconocerme, advirtiéndoseme que a los efectos de que se cumpliera este artículo del contrato, cualquier miembro de la misma o sus representantes legales podrían argumentar mi insania en relación con mi tránsito por una clínica psiquiatra protegida por el holding.
![capri fa]()
Como corolario, mi partida de nacimiento seria modificada.
Borrarían de mi ascendencia el nombre de mi madre y para sustituirlo, contarían con la firma de una sirvienta.
Me negué rotundamente y exigí que pusieran el nombre de una africana negra:
Inani, mi maestra espiritual, mi madre verdadera.
Se sintieron sumamente complacidos por mi propuesta.
Recostado con la mitad del cuerpo sobre mi escritorio, delirando de calentura, con los pantalones caídos y el culo lubricado por mis escupidas, el apoderado de los duques ilustres escribía a máquina sin parar.
Yo lo clavaba con suficiente saña como para hacerle sangrar el ojete seborreico que además chorreaba bosta, mientras le cacheteaba las nalgas ordenándole que se concentrara.
Rebuznaba de dolor mientras escribía.
Gozaba él y yo sollozaba mi indignación usando mi verga para la venganza.
Desgarrando ese culo desgarraba blasones, mitras cardenalicias, traiciones bañadas en oro y condecoraciones que olían también a mierda.
Las loquitas macabras servían champagne, peinaban merca, pasaban el culo sucio por la droga, y lo frotaban en la cara del leguleyo cagándose de la risa.
Le chupaban la pija minúscula llevándolo al mas profundo infierno que descubrió esa tarde.
Mientras yo le rompía las amígdalas con la poronga, lo iniciaron en fist fucking.
Entonces, acabando como un cerdo, desparramado y tragándose mi guasca, con el ojete cagado y ensangrentado, con el culo de la botella de champagne en el orto; sufriendo pero gozando como nunca soñó, firmó el compromiso de que toda vez que existiera un solo heredero de la estirpe ducal, se donaría a la Gran Reserva Ubhejani, abrazada por la curvatura del río Limpopo en la zona transfronteriza Zimbawe-Mozambique-Zambia, un importante porcentaje mensual de ganancias del holding, destinado a los programas de protección de especies en peligro de extinción, a cambio de borrarme para siempre de la faz de la tierra.
Continuará…
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